La rebeldía de Cholita

 El cielo fue tan adolescente como nosotros tres ayer en el patio de Cholita.

Irreverente de a ratos, al descubrir un celeste intenso con sol primaveral y, a los pocos minutos, otra vez la irrupción negruzca: la llovizna breve que parece despedirse para dejarnos jugar en el patio, pero que jugará con nosotros para medir hasta dónde llegará la pasión a lo largo del atardecer.

Y apenas unos minutos después —ya está ingresando el público a la casa que se abre otra vez como un refugio—, en este domingo de segunda función que se obstinará como una rebeldía silenciosa, de esas que se aprietan mucho tiempo en el corazón como una venganza que no se sabe bien contra quién ni con qué objeto… o que se sabe demasiado bien.

“Porque esto no lo vamos a olvidar”, dice Miguel, mientras yo paso el escurridor sin mucha fe de que no vuelva a cubrirse de agua el viejo embaldosado, y él trapea donde se acostará Cholita, que mientras tanto va tomando posesión de Andrea detrás de las celosías altas (es la única que no dudará esta tardecita).

En ese momento pienso en el circo, en la magia, mientras puteo al mal tiempo como quien tira piedras a una manga de langostas —ese era el tiempo histórico de Cholita en el campo, justamente—, porque esta adolescente quijotada de sostener la puesta al aire libre como una bandera que Miguel empuña, y que nosotros dos asentimos tácitamente como parte de un pelotón disperso que no abandonará a su líder, y menos en este momento.



Mientras, en el cielo del segundo patio, detrás del recoleto espacio donde esperamos que suceda la obra, se oscurece una lluvia espesa y lóbrega.

Exactamente cuándo debe comenzar la obra, suena la campana de las seis y media y empezamos a entrar las sillas de cuerina —si regresara mi abuela, que cerraba con llave el comedor que relucía intocable con las mismas sillas— porque ha recomenzado la lluvia sobre el espacio dispuesto para el ingreso del público.

A través de la ventana, desde el patio de Cholita hacia el interior del hall, los espectadores observan extrañados (no son los que deambulan en La dolce vita) cómo Miguel y yo nos alcanzamos los asientos, a la vez que los vamos secando, mientras a velocidad espacial todos pensamos cómo terminará la aventura —el juego— de esta función que parece desarmarse como una sonrisa desilusionada.

La casa, iluminada a pleno como una mujer hermosa —justo ha muerto Diane Keaton y no he dejado de acariciar la sonrisa maravillosa de Annie Hall—, transmite la fe de los que se agrupan alrededor de un fuego.

El público vivaquea ahora en la luz intensa y cálida del interior que, desde el patio de Cholita y a través de la gran superficie de vidrios rectangulares, provoca la sensación de haber tomado la casa y expulsado impiadosamente a los tres protagonistas hacia la brutalidad del mal tiempo.


Algunos nos observan movernos como sombras, con esa curiosidad intrigante que provoca la locura de los otros —siempre tan parecida a la nuestra—. Otros revisan algunos discos que quedaron a la vista o hojean un libro de Berni sobre la mesita ratona; dos actrices comentan unos cuadros sobre la pared en voz baja mientras asienten en silencio. Nadie parece aburrido cuando se les pide un poco de tiempo, que a esta altura no parece existir más allá de las campanadas del reloj.

Y ahora, ¿qué nos puede hacer la vida? —como dijo Clint Eastwood cuando, pasados los ochenta años, decidió filmar lo que siempre deseó—.


Eso es lo que vive en la voluntad del grupo.

Y ahora, ¿qué nos pueden hacer a Andrea —que sigue encerrada tras las celosías como encantada, sin saber qué pasa ahí afuera con nosotros dos y con el público que aguarda, un poco divertido, el desenlace—; a ella, médica pediatra abrazando el teatro como si hubiera nacido para eso?


¿A Miguel, que ha dicho hace un rato, cuando aún no había empezado la lluvia maldita, que él ha ido siempre contra la corriente en su manera de mirar la vida, el teatro, la docencia?


¿Y a mí, que mientras volvemos a colocar las sillas otra vez a través de la ventana al patio de Cholita —porque a todo esto ha dejado de llover—, recuerdo que estudié ingeniería leyendo a Roberto Arlt, cargando amplificadores por infinitas escaleras para cantar en aquella adolescencia?

Ahora, ¿qué nos pueden hacer?

Al fin, el público acepta el desafío de salir al patio en fila india y disponerse a ver y a sentir a Cholita, mientras ha cesado la lluvia pero crece un viento helado en la cubierta de esta nave que está a punto de partir. Cholita sale a escena, con la poquísima ropa que debe vestir, como se deben hacer las cosas: bien a pesar de todo, bien contra todos.
El viaje infinito para ir y venir desde La Plata, los años que cansan más que pesan, la sensación de un final wagneriano en una época desangelada, la obstinación de creer en algo contra el viento y la lluvia cobarde, y la certeza —ya serena— de que ya no podrán hacernos nada. Quedan algunas funciones más.



por Armando Borgeaud (a quien agradecemos su generosidad)

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Armando Borgeaud, Andrea Giana y Miguel Dao.


Ficha

Cholita

Misterio campero en dos o infinitas jornadas
Andrea Giana Autora y Actriz / Miguel Dao Director
Espectáculo gestado en Entreacto, zona de Artes Escénicas, La Plata, Buenos Aires
Taller de Dramaturgia Integral a cargo de Miguel Dao
las funciones mencionadas en este texto acontecieron en
Patio de Ituzaingó 872, Zárate



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