Cada vez que cae la luna | de Lisandro Wolter
En memoria de Cecilia A.
Nunca me gustó mi nombre, me resulta un poco naíf. De hecho, pasaron años hasta que pude hacer las paces. Recién ahora comprendo por qué, en su lecho de muerte (lecho de vida en mi caso), mi madre dejó escrita con sus últimas fuerzas aquella palabra en mayúsculas, desafiando la horizontalidad de los renglones y el filo de las tijeras de Átropos. Lo hizo en una “libretita-viajera”, como las llamaba mi padre.
En casa había decenas de ellas. Él me las entregó cuando cumplí ocho años.
—Acá están. Estas son todas —dijo, y tumbó un extenso acordeón de anotadores de bolsillo sobre mi cama—. Tu mamá nunca salía de casa sin una. Y cuando yo le preguntaba qué tanto era lo que escribía, me contestaba achinando sus ojos más de lo normal, los mismos ojos hermosos que tenés vos, y decía así: “Cosas”. La verdad que siempre sentí una curiosidad terrible por saber de qué se trataban esas cosas, pero era su espacio íntimo. Sabía que, si leía algo a escondidas, después no iba a poder guardar silencio y la culpa me iba a delatar. De todos modos, poco después de su muerte leí algunas libretas.
—¿Y te gustaron?
—No. Eso de leer y llorar no es para mí. Estos cuadernitos son ventanas a un pasado que extraño, pero que ya solo puedo mirarlo desde afuera. Aunque se me ocurre que, para vos, hija, pueden ser puertas, testimonios más valiosos que cualquier anécdota que yo pueda decirte sobre tu mamá.
Hijo de mil. Que me las vendió, me las vendió, eso seguro. Como publicista, era parte de su naturaleza. Él diría que era una win-win situation: yo aprendía más de mi madre y él se aseguraba de que con esos cientos de páginas mejorara mi capacidad lectora (en ese entonces, quién diría, leer no me atraía en lo más mínimo y en la escuela me iba mal en Lengua) y, de paso, dejaría de hacer preguntas incómodas delante de mi madrastra a la hora de cenar.
Así que ahí estaba, con ocho años, frente a los diarios de mi madre, durante el primer sábado de vacaciones que me encontró encerrada por una tormenta torrencial de esas que llegan después de una agobiante quincena de sequía.
Lo primero que leí fue su nombre: Érica Oshiro, escrito a la izquierda, arriba del primer renglón, seguido por el mes y el año que corrían entonces, febrero de 1985. Abajo de eso podía leerse: “Buscar la ropa de la tintorería”.
Sentí que me había vendido pescado podrido. Pero ya en la segunda línea se ponía más interesante. Contaba que había conocido a mi padre, quien le había resultado lindo, pero un poco simplón... y llevaba un traje que le quedaba corto de mangas.
En la tercera línea saltaba dos meses. Decía así:
Abril. Orillas del río amarillo en Lanzhou, China. Una anciana que caminaba con dificultad le dio su bastón al niño que la acompañaba y se metió río adentro para rescatar un cachorro de perro, arrastrado por la corriente. Lo tomó del pellejo a tiempo. Salió y se lo dio al chico. Él corrió con el cachorro en sus brazos y al llegar a una roca que sobresalía en la costa, alzó al animal y gritó hacia el otro lado de la orilla: “¡Miren! ¡Tengo un perro! Y... me lo regaló mi abuela”. Un barco que pasaba tocó bocina. Él volvió hasta donde estaba su abuela. Los tres se fundieron en un abrazo. Y en mi memoria.
La lluvia me había privado de salir a jugar con mis vecinos. Yo amaba pisar charcos y llenarme de barro, pero una serie de resfríos habían advertido a mi padre que era mejor si me resguardaba.
Leí hasta la hora de la merienda. Mi padre no podía creer que yo me hubiera quedado quieta durante todo ese tiempo en mi cuarto y que, además, hubiera tenido que interrumpir para avisarme que la merienda estaba lista. Cuando tocó la puerta, recuerdo haber sentido una sensación de vergüenza, como cuando te descubren haciendo algo a escondidas. Había encontrado una “cosa” que tal vez no era para mí.
Luego de la merienda pude continuar. Volví al párrafo más interesante que había leído en toda mi vida:
Anoche conocí a un hombre casado en el bar del hotel. Viaje de negocios. Prometimos que estaríamos juntos hasta que la mañana nos separe. Se llama Jian, ¿o debería decir se llamaba? Fuimos muy felices desnudos bajo nuestros votos. En dos horas debo ir al aeropuerto.
Traté de imaginarme a Jian, un nombre desconocido y un hombre desconocido que se mezclaba con el rostro Javier, el amigo del vecino que me gustaba y a veces aparecía en mis pensamientos cuando me frotaba contra aquel oso de peluche, regalo de mi madrastra.
Pasé toda la semana siguiente haciendo descubrimientos. Conocí el otro lado de la historia de cómo mi padre sedujo a mi madre. Estaba lejos de sus anécdotas, en las que él era una suerte de Romeo y Don Juan respetuoso. En la libretita-viajera decía de vez en cuando frases como “Este hombre no puede ser tan torpe. Creo que inventó un nuevo estilo de seducción: el cortejo payasesco… pero acá estoy, escribiendo sobre él”.
Visité los mismos lugares a los que había ido ella, por su trabajo y por ocio. Me enteré de que se había casado con un japonés, pero se había divorciado sin tener hijos. Que trabajaba como intérprete para una agencia que le asignaba tareas por todo el mundo. Que hablaba español (porque había nacido y crecido en Argentina), japonés (el idioma oficial de su casa), francés (le habían puesto de profesor a un estudiante japonés/argentino del Instituto Joaquín V. González, quien también le enseñó inglés y con quien tuvo su primer amorío, del que ella misma se reía en sus diarios). En su vida adulta había aprendido mandarín y había chapoteado en otras lenguas.
Creo que lo que más me impactó de sus diarios fue su manera de percibir el mundo. Salía con su libretita-viajera no para registrar acontecimientos, sino para no perderse nada. Esos minianotadores eran binóculos que ampliaban sus sentidos, prismas que descomponían los haces poéticos que lo mundano emitía, pero sin pretensiones, solo para el deleite, buscaba aferrarse por unos segundos a esas “cosas” que la memoria luego hace y deshace a su antojo.
No tengo dudas de que esas libretas me llevaron a escribir. Llovió mucho desde aquella primera lectura veraniega, pero hubo algo que nunca entendí hasta hace apenas unos momentos, mientras me preparaba en la clínica. Bueno, si es que existe algo así como una preparación para estos casos.
Estas divagaciones sirven para no pensar en eso otro que está pronto a suceder. Y al final, por una de esas ironías de la vida, fue divagando que pude responder las preguntas que me hago desde hace años. Es sobre la última palabra, de la única libreta que mi madre dejó por la mitad. Lo hizo luego de darme a luz. Desangrada. Casi muerta. La palabra que mi padre decidió convertir en mi nombre.
¿Qué alucinaciones, qué recuerdos la movieron a escribirla? Mientras sus músculos pélvicos luchaban, antes del desprendimiento de placenta que le arrancaría la vida, ¿qué imágenes habrán llegado, si es que en verdad llegan imágenes antes de ya no ver más?
Primero debe haber pensado en aquél viaje a Tonga, cuando acompañó a un japonés de vacaciones, un muchacho rico que necesitaba un intérprete de inglés, la segunda lengua oficial de esas islas. Por pura curiosidad, a mi madre se le dio por aprender aunque fuera lo mínimo de tongonés durante los tres meses anteriores al viaje. Hablar la lengua local siempre abre otras posibilidades de acercamiento a la gente. El tercer día fue libre: su jefe iba en una excursión a pescar y le dio a entender que eso de la pesca no era para mujeres. Ella aprovechó para pasear y visitó una aldea en la que puso en práctica su tongonés. Luego de hablar un rato, o más bien hacerse comprender, los integrantes de la tribu la invitaron a ver cómo era ir a pescar según sus tradiciones. Zarparon en canoas, navegaron por un estuario hasta llegar a una parte rocosa. Allí frenaron y se quedaron en silencio. No tenían cañas, solo algunas redes. Mi madre les preguntó qué hacían y ellos respondieron: “Esperar”.
Estuvieron así algunas horas. Ella aprovechó para hablar con unos niños que acompañaban la excursión, aunque la costumbre era guardar silencio. Los hombres más grandes la miraron con desprecio; para ellos, pescar también era una tarea masculina, ocultaron el desagrado porque el jefe de la aldea había decidido invitarla, quizás por el reconocimiento que ella había mostrado al hablarle en tongonés y no en inglés.
La luz comenzó a perderse en el horizonte. A medida que la luna se hizo presente, el agua comenzó a bajar; entonces aparecieron, metidos en cavidades de las grandes rocas, los peces. Era una trampa de la naturaleza. Ellos solo tiraban cebo para reunir la mayor cantidad. Bajaron de las canoas, se acercaron y los tomaron uno a uno con las manos, para meterlos en las redes.
Le dijeron que eso mismo lo hacían todos los días. Era su principal fuente de ingresos: los vendían y comían. Imagino la cara de mi madre. En su diario, se preguntó al final de la anécdota: “¿Podemos nosotros, de este lado del mundo, vivir sin la recompensa de lo incierto? ¿Podemos sentarnos a esperar que la marea baje, o necesitamos siempre tirar la caña?”.
Entre la vigilia y el delirio de la agonía, seguro China también se hizo presente. Aquella vez, cuando luego de tanto hostigar a sus alumnos de español, obtuvo una respuesta. Les había preguntado a los universitarios por qué estudiaban tanto y por qué obedecían con tanto respeto los mandatos familiares y sociales. Ella esperaba una respuesta digna de una cultura de cuatro mil años de historia, de represión comunista, de capitalismo confusionista. No. La respuesta fue simple: “Porque somos muchos”.
Y entre cada pujo mi madre recordaría otra historia, mientras el sudor cubría su cuerpo y el dolor se hacía cada vez más presente. Tal vez recordó aquellos meses en México, en Veracruz, cuando trabajó para un empresario estadounidense. En esa ocasión, se hospedó en un hotel de lujo cerca del puerto. Le llamó la atención una mucama, una joven de ascendencia zapoteca con quien entabló amistad. Ella quería aprender, aunque fuera un poco de inglés, lo que podía generarle mejores propinas.
Mi madre vio su interés y pactaron un horario de clases (durante la hora de comida del personal, horario en el que su jefe gringo dormía unas siestas monumentales). El mediodía que tocaba el past perfect, el pasado del pasado, Donaji, que en zapoteco significa ‘alma grande’, faltó. Al otro día, sucedió lo mismo. Mi madre imagino un poco enojada (sé cuánto odiaba la indisciplina), hizo algunas averiguaciones con el personal y le dijeron que sí, que Donaji estaba trabajando.
En el horario habitual de cambiar las sábanas, tocaron su puerta. Esta vez no era una compañera, sino Donaji misma. Tenía un ojo morado.
Mi madre la hizo pasar y le preguntó qué había sucedido. Ella dijo que su novio se había puesto malo, pero él no era así generalmente, es que era la situación, la había descubierto practicando el inglés y él le dijo que ya bastante había con que hablara en español, que no deshonrara más a su gente, entonces fue lo de la discusión y sucedió aquello, pero en parte era su culpa, por molestarlo cuando él no lograba conseguir trabajo.
Mi madre le dijo que ella podía presionar para que la policía hiciera algo, podía llamar a unos amigos que trabajaban en una organización contra la violencia de género, cerca de la Laguna Tarimoya, con gusto la hospedarían en su casa hasta que la situación mejorara. Pero no hubo caso. Ella repitió que había sido cosa de una vez y que le agradecía que se hubiera tomado el trabajo de enseñarle otra lengua, pero ya no iba a poder continuar.
No hubo más anotaciones sobre ese viaje. La libreta era de 1990 y la siguiente anotación registrada fue en septiembre; decía: “¿Reproducción asistida?”.
Eso fue dos años antes de que naciera yo. Mi madre tenía cuarenta años.
Me pregunto si en ese momento de agonía habrá pensado en las advertencias del médico sobre el riesgo que los procedimientos implicaban en una mujer de su edad. Sé que lo recordó.
Pero sin arrepentirse.
Y seguro que también recordó el último viaje que hizo en sus primeros meses de embarazo, junto a mi padre. Fueron de vacaciones a Chaco para visitar a la familia de él. Allí conocieron el caso de una niña de trece años de la comunidad wichí. Había quedado embarazada luego de múltiples violaciones. Mi tío era su pediatra. Las autoridades querían obligarla a seguir el embarazo, no existía la opción de abortar, era ilegal.
Mi padre publicista armó una campaña de difusión. Solicitó ayuda económica para viajar a donde abortar fuera viable. Esa niña tenía un cuadro de desnutrición crónica, anemia y un historial clínico de enfermedades respiratorias; probablemente moriría durante el parto... no solo ella, también su hijo no deseado.
La campaña fue desmantelada por seguidores del Opus Dei. Uno de ellos era el intendente de la ciudad de Resistencia, quien sacó provecho político de la situación (estaban cerca de las elecciones).
Cuatro meses después, esa niña murió. Entonces mi madre estaba a dos de parir. En su libreta dibujó el kanji japonés Tristeza.
Cuando nací, mi padre seguía afuera, muriendo también un poco. No la había visto desde su entrada a la sala de partos y vio, cómo, de la sala de partos la llevaban en camilla a terapia intensiva. Nadie quiso decirle nada, pero él entendió al momento y la siguió. Claro que no lo dejaron entrar. No sé cómo, en qué momento, mi madre habrá despertado de ese sueño inducido mientras los médicos trataban de frenar la hemorragia. No sé cómo, pero ahora sé por qué, abrió la libreta y con sus últimas fuerzas escribió la palabra que se convirtió en mi nombre:
Libertad.
Y ahora lo entiendo porque soy yo quien está recostada, junto a mi mujer, esperando que sea la hora. Tengo miedo, no voy a hacerme la valiente… yo también pasé por procedimientos similares a los que pasó mi madre.
Creo que ya es hora.
Es una niña. Le digo a mi mujer que quiero cambiarle el nombre que elegimos por otro: Soledad. Para ser libre, hay que poder caminar sola.
—¿Soledad? —me dice—. ¿Te imaginás cuando las llame para que vengan a la mesa? ¡Libertad, Soledad, Fraternidad, Igualdad! ¡A comer! No, ni loca. A lo sumo… Sol.
“Sol”, pienso mientras abrazo a mi hija.
Es imposible ser libre sin otros.
del libro MONTAJE Y REPRODUCCIÓN (editorial Caburé) de Lisandro Wolter.
Disponible en https://caburelibros.ar/ .
La Furia agradece la generosidad del autor.
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